Bogotá es una ciudad compleja y diversa. Hay tantas historias y son de tan rica variedad que hasta tienen textura, color y olor: ellas nos atraviesan, nos afectan, estremecen y es bien difícil terminar el día de la misma manera en que se amaneció. Por ello es que escoger una veta narrativa se hace dificilísimo, sin embargo, hay ciertos ejemplos de existencia que llevan la delantera a la hora de conmovernos y ese sentimiento –la conmoción- es desde el que pretendo observar, relatar y visibilizar experiencias desconocidas para la Bogotá jamás contada.
Existe en nuestra ciudad una red de seres anónimos, sin rostro que –sin embargo- impactan tanto al conjunto de la sociedad que su actividad (el fragor y la vehemencia de la misma) constituye uno de los mitos más ciertos y mejor difundidos de la capital del país y que en su forma elegante se resume en la frase: “Bogotá es insegura”, pero que encuentra mayor grado de verdad en expresiones coloquiales tales como “esa ciudad de noche no existe”, “en Bogotá hasta los policías procuran no andar solitarios”; “policías, taxistas y celadores son del mismo cartel del crimen” o “la única zona segura del Distrito es Unicentro, pero de día”, cuyo cruel corolario cobra vida en la oración “en la capital hay más ratas con puñal que en las alcantarillas”.
Claro que Bogotá es insegura y claro que la noche en ella es peligrosa; no obstante esa realidad tiene matices: no en todas partes es igual el peligro, no en todos los sectores se delinque de la misma manera y no siempre los ladrones y bandidos son los malos de la película. Un mapa imposible tendría que mostrarnos las calles transitables y las prohibidas; pero la sola vista de dicho atlas sería un acto pesimista ya que es la aceptación explícita de que la ciudad está sitiada por el hampa; lo que sí es casi seguro es que esa cartografía de orden público ya la debe haber elaborado el comando de la policía que parece estar haciendo lo que puede que, a decir verdad, no parece mucho.
Entonces mi interés, casi mi obsesión, es acompañar unas noches a un grupo de ladrones, no con el ánimo de infringir la ley ni de acolitarla, sino de observar de primera mano las razones de forma y de fondo para que ese conjunto de habitantes urbanos se juegue la vida noche tras noche. Me encantaría practicarles unas entrevistas informales y estructuradas, visitar sus moradas, hablar con sus mujeres (con sus mamás), sus hijos… escuchar sus cuitas cotidianas; comprender la cosmovisión de sus vidas y cómo ven, asumen y entienden a Bogotá. Más que una crónica del modus operandi de esas pandillas delictivas, es efectuar una suerte de radiografía de un sector populoso de la capital como lo es mi localidad, la número 7, que corresponde al antiguo municipio de Bosa.
Entiendo que la empresa no es candorosa ni sencilla. También comprendo que entraña ciertas dosis de peligro, empero –guardando las proporciones- evoco a Hemingway y sus escritos desde el frente de batalla, a Malinowski y su etnografía desde las islas Trobiand, a Cortazar y sus cuentos del malevaje boxístico, para acometer esta tarea en la que haré todo lo posible por ponerme en los zapatos del otro; en el calzado lleno de adrenalina de quien me acecha cada vez que llegó tarde de la noche a mi hogar, uno mas de los que curten la piel de la faz bogotana.
Existe en nuestra ciudad una red de seres anónimos, sin rostro que –sin embargo- impactan tanto al conjunto de la sociedad que su actividad (el fragor y la vehemencia de la misma) constituye uno de los mitos más ciertos y mejor difundidos de la capital del país y que en su forma elegante se resume en la frase: “Bogotá es insegura”, pero que encuentra mayor grado de verdad en expresiones coloquiales tales como “esa ciudad de noche no existe”, “en Bogotá hasta los policías procuran no andar solitarios”; “policías, taxistas y celadores son del mismo cartel del crimen” o “la única zona segura del Distrito es Unicentro, pero de día”, cuyo cruel corolario cobra vida en la oración “en la capital hay más ratas con puñal que en las alcantarillas”.
Claro que Bogotá es insegura y claro que la noche en ella es peligrosa; no obstante esa realidad tiene matices: no en todas partes es igual el peligro, no en todos los sectores se delinque de la misma manera y no siempre los ladrones y bandidos son los malos de la película. Un mapa imposible tendría que mostrarnos las calles transitables y las prohibidas; pero la sola vista de dicho atlas sería un acto pesimista ya que es la aceptación explícita de que la ciudad está sitiada por el hampa; lo que sí es casi seguro es que esa cartografía de orden público ya la debe haber elaborado el comando de la policía que parece estar haciendo lo que puede que, a decir verdad, no parece mucho.
Entonces mi interés, casi mi obsesión, es acompañar unas noches a un grupo de ladrones, no con el ánimo de infringir la ley ni de acolitarla, sino de observar de primera mano las razones de forma y de fondo para que ese conjunto de habitantes urbanos se juegue la vida noche tras noche. Me encantaría practicarles unas entrevistas informales y estructuradas, visitar sus moradas, hablar con sus mujeres (con sus mamás), sus hijos… escuchar sus cuitas cotidianas; comprender la cosmovisión de sus vidas y cómo ven, asumen y entienden a Bogotá. Más que una crónica del modus operandi de esas pandillas delictivas, es efectuar una suerte de radiografía de un sector populoso de la capital como lo es mi localidad, la número 7, que corresponde al antiguo municipio de Bosa.
Entiendo que la empresa no es candorosa ni sencilla. También comprendo que entraña ciertas dosis de peligro, empero –guardando las proporciones- evoco a Hemingway y sus escritos desde el frente de batalla, a Malinowski y su etnografía desde las islas Trobiand, a Cortazar y sus cuentos del malevaje boxístico, para acometer esta tarea en la que haré todo lo posible por ponerme en los zapatos del otro; en el calzado lleno de adrenalina de quien me acecha cada vez que llegó tarde de la noche a mi hogar, uno mas de los que curten la piel de la faz bogotana.
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